La revolución es una cosa de bastones
Charles es Parker
Cuando sea grande quiero tener el pelo blanco y mirar a la gente con tristeza: por ellos, no por mí. Yo, que a veces leo las noticias locales y me encuentro con declaraciones del diputado Julio César Hammas, por mencionar un turco, me gustaría poder ir a explicarle que lo que dice me parece muy boludo, como su preocupación por la desaparición de los partidos políticos o el resto de las huevadas que aporta a la cruzada peronista del monte. Podría, por ejemplo, ponerme a declamar en la legislatura como si fuera un viejo conservador, y todos tendrían la obligación de escucharme si están las cámaras. Yo iría solo cuando haya una ley importante, porque nadie se animaría a romperle la cabeza a un viejito delante de Chanal Once, ni de Chanal Nueve, ni de Radio La tos. No poseo una idea romántica de la vejez, pero sí de los beneficios que otorga. Los viejos no tienen que explicar nada, y no toleran realmente lo que la experiencia les ha enseñado que va contra su naturaleza: están más conscientes de la cercanía de la muerte, y la gente acepta como cosa natural su resentimiento. El pelo blanco, en mi fantasía de vejez, asegura inmunidad y tránsito libre para los que tenemos un corazón conservador, con antiguos valores arraigados. Si tuviese pelo blanco me haría tolerar como un viejo insoportable, como un anciano terrible, un abuelito de mierda que va por ahí provocando con su Alzheimer. Si fuera un hombre de pelo blanco y mirada triste hacia la decadencia del mundo, me pondría delante de los grabadores en medio de la protesta de los basureros municipales, y acusaría públicamente a esos negros de provocar la muerte del 80 por ciento de los viejos de Nuestra Señora de Guadalupe por facilitar la proliferación de epidemias. Le daría letra por un rato a los medios obsecuentes y a los rompehuelgas y a los nacionalistas. Me pondría delante de las cámaras y les contaría un asunto más morboso, más terrible, mucho más interesante que el reclamo salarial de los recolectores.
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