Vengo a ofrecer mi corazón

Edición
802

Charles Parker

Hay pocas cosas más absurdas que ser negro en Ciudad Paisaje y tener una hija pacifista. Lo normal es que fuese prostituta, «azafata del amor» como ponemos en este pasquín, para no herir los sentimientos de las putas. Pero ella tuvo la suerte de nacer en la única familia negra de la aristocracia de esta ciudad, en una casa donde hay diccionarios y se come todos los días, ahora gracias a la publicidad del Instituto para la Convivencia Pacífica con los Anormales, que nos ofreció desinteresadamente este gobierno provincial, el mejor de la historia del universo.

Acepto a mi hija pacifista del mismo modo que hubiese aceptado un hijo gay, es así, pero a veces me trae disgustos con sus ideas. Jennifer tiene 16 años y estudia gerontología en la UCA. Hace tres meses conoció en la facultad a un grupo de chicos muy idealistas, que la afiliaron a la Juventud Humanista Revolucionaria (JHR). Desde entonces, como no mete una sola materia porque está abocada a la militancia por la redistribución social del cariño y la belleza, tratamos como padres de escuchar sus planteos, tomarlos en serio, hacerle entender que queremos que estudie porque nos importa como ser humano, aunque sea pacifista. «Hacete cargo de la pelotuda de tu hija», me dijo ayer mi mujer Clarisa, «porque se nota que salió a vos, inútil».

Yo siempre escucho las reflexiones de mi mujer, así que la semana pasada decidí ocuparme de Jennifer: hablé con ella, le prometí que iba a conseguir más planes trabajar para su novio, le pedí que volviese a estudiar como siempre, y me ofrecí para acompañarla en sus actividades.

Ella pegó un gritito, me abrazó, me dijo que era el padre negro más bueno y menos borracho del mundo, y me pidió que la llevara de gira por los cortes de ruta de la provincia, que tenía una importante misión que cumplir con sus compañeros de la JHR.

Nos organizamos durante tres días, y planificamos el viaje para este martes. Ella trabajó en secreto con otros militantes para tener todo listo para la partida. Ese día, Jennifer cayó con otros cuatro zánganos, todos con barba candado y portafolio, y un canasto enorme de girasoles frescos y rosas que compró con mi tarjeta de crédito. Pasamos a buscar a una amiga, que traía una pancarta que decía: «Los piquetes cierran calles, pero abren corazones».

Me enteré del plan cuando íbamos en camino. Me lo explicó ella, que casi no podía hablar de la alegría, mientras los cuatro compañeros le tocaban las tetas en el asiento de atrás.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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