El urribarrismo y el bustismo pretenden alterar el pasado

El gorro de Clementis

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Narra Kundera la historia de un líder comunista que, en medio de un frío polar, se dispone a pronunciar un discurso en la bella Praga. La escena transcurre en 1948 y Klement Gottwald, más tarde Presidente de Checoslovaquia, protagoniza lo que para el autor constituye “un momento crucial de la historia de Bohemia”. A su lado, en un balcón, se ubica un periodista y abogado, también comunista, llamado Vladimir Clementis. Servicial, simpático, Clementis ofrece su gorro para que Gottwald se proteja de la nieve. Un reportero capta la escena. La imagen se convierte en un ícono del régimen. La postal, devenida en propaganda, fue incluida en los textos escolares. Un encanto. Años después, acusándolo de traidor, el gobierno se deshizo del comedido Clementis. Lo condenó a muerte. También pretendió acabar con su recuerdo. La histórica fotografía no desapareció, pero de la foto sí desapareció Clementis. Jamás había existido. Ahora, en el balcón, el jefe se presenta en soledad. Remata Kundera: “Lo único que quedó de Clementis fue el gorro en la cabeza de Gottwald”.

Asistimos hoy a una colosal operación de retoque del pasado. La nomenclatura del Partido Justicialista (PJ), reciclada, presume de no haber estado donde estuvo. El programa neoliberal, aplicado en la Argentina por el peronismo entonces controlado por el Presidente Carlos Menem, parece haber sido impuesto sin fuerza partidaria que lo sustentara, sin dirigencia que lo sostuviera, sin arengas que lo exaltaran, sin masa crítica que lo justificara. Nadie nunca tuvo que ver nada con Menem. Ni la sociedad (“yo no lo voté”) ni los dirigentes justicialistas (“nunca fui menemista”), que hoy, orondos, militan en algunas de las variantes partidarias que entre sí marcan distancia pero que sin embargo coinciden en desfigurar el pasado. Nadie se reivindica menemista. Nadie estuvo ahí. Más: muchos se inventan un pasado antimenemista. Aunque pueda sellar acuerdos electorales con el peronismo kirchnerista, que se reconoce progresista, Menem aparece ahora, en el privilegiado sitial del Senado de la Nación, más solitario que, antes, en prisión.

Un político cabal no borra su pasado. En todo caso, explica. Rinde cuentas de por qué en su momento fue parte de algo que hoy no se corresponde con sus opiniones actuales. Sonará creíble o no. Podrá argüir que cambió, que evolucionó, que lo estático es señal de pereza. Podrá argumentar que sus disímiles posturas obedecen a que cambiaron los escenarios y que a escenarios distintos no se aplican recetas idénticas. Sus justificaciones serán mejores o peores. Deberá probar que lo suyo no es oportunismo puro. Pero ya es un intento digno andar explicando. Supone, al menos, un ejercicio de honestidad intelectual. Lo otro, desmentir lo evidente, negar lo que sencillamente se contrarresta con una visita a los archivos, es menos edificante. Es mendaz. Es un atajo que exige la complicidad de la desmemoria. Es más leal admitir el cambio, haciéndose cargo del pasado, pidiendo o no disculpas, que alardear, contra toda evidencia, de una pretendida continuidad ideológica. Es burlón sostener: “Defiendo hoy lo mismo que antes”.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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