Mal presagio para el notariado entrerriano

Luis María Serroels
Un proyecto de ley cuya media sanción en la Cámara de Diputados de la provincia habría demandado apenas 15 minutos para su debate y aprobación en el recinto, amenaza con provocar revuelo entre el notariado de Entre Ríos, habida cuenta de las reformas promovidas sobre la Ley Nº 6.200/78 (Orgánica del Notariado), que a su vez fuera modificada por las leyes 8.171 y 9.003. Se trata de cambiar una treintena de artículos, y sobre esta situación hemos de hacer referencia.
Pero antes que nada no resulta ocioso preguntarnos ¿qué es un escribano? Es un profesional de Derecho, investido por el Estado de una función pública consistente en dar fe de certeza de los actos o hechos por él percibidos de las personas o de las cosas, en cuanto ellos puedan crear, modificar o extinguir derechos, haciendo que su actuación determine la seguridad jurídica necesaria para la mejor convivencia entre los individuos. Para más datos, es la única profesión nombrada en la Constitución Nacional y es cuando prohíbe la venta de personas, sancionando al escribano interviniente. Se trata, en suma, del depositario de la fe pública (fedatario), cuyos aranceles son de orden público y le son fijados por el Estado al delegarle esa función destinada precisamente a garantizar esas facultades frente a los actos jurídicos.
Entre Ríos guarda una rica historia en materia de notariado, cuya primera Ley Orgánica, la Nº 3.700, data de 1950, legislación que tiene como antecesoras únicamente a las de Buenos Aires y Córdoba. Es nuestra provincia una vanguardista cuando se habla del sistema registral y notarial, y ostenta la condición de poseer el primer Registro Catastral y de la Propiedad Inmueble (Ley Nº 3.687). No se requieren mayores precisiones para significar la importante función que cumplen los escribanos, en un arduo y difícil proceso que demanda a quienes desarrollan esta labor altos principios y valores personales conjugados con una sólida formación académica y profesional.
Como se ha dicho, se halla en la Legislatura un proyecto de reforma cuyo coautor y principal expositor ha sido el diputado Emilio Castrillón (PJ), al que no serían ajenos un grupo de directivos del Colegio y cuyos fundamentos y propósitos no han caído bien por cierto entre numerosos profesionales habilitados por el respectivo registro, cuya postura podría llevarse a instancias de revisión.
Con pretendidos argumentos de restablecer una supuesta seguridad sobre la excelencia académica, incluyendo componentes de capacidad y jerarquía, el legislador avanza en darle al Estado poderes absolutos al establecer que la facultad de Superintendencia quede sujeta a una terna integrada por el escribano mayor de Gobierno, el subsecretario de Justicia y el director del Notariado, incluyéndose asimismo el retorno a la figura del escribano adscripto, suprimida hace unos años.
Como resumen de las objeciones y cuestionamientos originados por el referido proyecto, es útil aferrarnos al análisis que realiza el escribano Horacio Alberto Izaguirre, cuya sorpresa, confió, se fue convirtiendo en estupor a medida que fue avanzando en un mayor conocimiento de la nueva legislación propuesta, que ahora deberá ser debatida en el Senado.
Un aspecto que a su juicio debe observarse críticamente es que se promueve reemplazar el sistema de control del correcto ejercicio profesional, hasta ahora a cargo del director general del Notariado, un miembro electo por asamblea de escribanos y un representante del Poder Judicial. El futuro Tribunal de Superintendencia quedaría conformado por el director del Registro y Archivo, el secretario de Justicia y el escribano mayor de Gobierno, es decir, todos dependientes de la administración de turno, situación única en el país que, a juicio de un buen número de escribanos, les haría perder toda posibilidad de un juzgamiento independiente, con el agravante de que el escribano mayor se convertiría en juzgador de sus propios pares.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)