Castillos de arena, derrumbes y miserias

José Carlos Elinson
No voy a juzgar desde esta columna conductas que, de oficio, para bien o para mal, me incluyen en las generales de la ley. Quiero decir, es muy difícil para los que pasamos la vida detrás de los micrófonos, delante de las cámaras o frente a un teclado, asegurar que nunca nos hemos equivocado. Tal vez lo que sí podemos afirmar algunos es que si lo hicimos, jamás ha sido un acto premeditado de mala fe.
De cualquier manera, y en un intento de coherencia con lo expresado antes, digo que deben ser muy pocos, si los hay, los que estén en condiciones de arrojar la primera piedra.
El hombre que desde su íntima vinculación al poder habló por radio y se expresó de modos que gratificaron a unos, desagradaron a otros y agraviaron a muchos, parece estar atravesando un momento desgraciado, tanto en su condición de hombre que hablaba por radio, como de hombre que hablaba por radio, devenido en conductor político.
Nunca me quedó claro si el hombre es el artífice de su propio destino o son además factores exógenos los que juegan para definir ese destino.
De lo que sí estoy seguro es que ante ciertos factores exógenos hay que tener un sólido sentido del equilibrio para entender, como decía mi viejo profesor de Letras, “de lo que veas cree la mitad, y de lo que te digan no creas nada”. Y esto es casi un axioma para los periodistas. Nosotros lo llamamos escepticismo y hasta solemos considerarlo un componente natural de nuestro oficio.
En los días que corren, cuando el otrora hombre que hablaba por radio y conducía huestes partidarias recibía los elogios -ciertos o falsos, no importa- de quienes dialogaban al aire con él, ve cómo las aguas de su río bajan turbias, debe advertir también que cada pláceme, cada reconocimiento explícito “le agradezco el espacio que me brinda”… “un periodista avezado como usted”… “siempre he sostenido que hacen falta espacios de libre expresión como el que usted conduce”… “no se puede esperar menos de un hombre de su capacidad”… a excepción de aquellos hombres y mujeres que fueron desde siempre críticos del estilo al que aludimos, hoy mutan sus adjetivaciones enaltecedoras en discursos condenatorios tan vacíos y falaces como sus aplausos y gratitudes de no demasiados días atrás.
Alguna vez dije desde estas mismas columnas que la culpa no es del chancho sino del dueño del chiquero. En este caso los dueños del chiquero, porque en rigor de verdad fueron más de uno los que le dieron de comer al chancho.
Entonces se levantan voces.
Unas, desde el propio espacio de la silla ahora vacía diciendo que jamás un hombre como el que hablaba por radio podría haber accedido a un cargo partidario de semejante relevancia.
Otras, opositoras que levantando banderas vergonzosamente arriadas cuando necesitaron del aire del hombre que hablaba por radio, salen a condenar la permanencia en el micrófono que en diálogos fluidos durante años compartieron con él.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)