Ciudad de Dios

La primera sensación que a uno lo invade al recorrer el cementerio municipal, que lo toma casi por asalto con la velocidad de un rayo, es que el movimiento de los engranajes que producen y regulan las desigualdades sociales es más persistente que los latidos del corazón.
Un delicado, suntuoso y soberbio estilo arquitectónico va cediendo -a medida que nos alejamos de la entrada principal- ante el desganado cemento, el cual termina rindiéndose para dejar paso a la tierra. Unos ostentan riquezas cuando aun ya no están; otros fueron despojados de lo último que olvidaron en este mundo: sus nombres, su identidad. El resto permanece indiferente, casi con la certeza de que algún día correrá la suerte de estos últimos. Todos somos iguales ante los ojos de Dios, pero no ante los del fisco.
El mármol y el granito que abrigan los panteones ubicados en el corazón del Cementerio de la Santísima Trinidad son el inconfundible correlato de un ciclo de abundancia que benefició a pocos. Luego del período de la Confederación, durante el inicio del modelo agroexportador, la ciudad incorporó grandes edificios y este proceso tuvo su réplica en la necrópolis. Las familias pudientes trajeron pieza por pieza del otro lado del océano los lujosos materiales que dieron lugar a sus panteones, que en algunas ocasiones son verdaderas obras de arte. Hoy se mantienen en pie, en general bastante deteriorados por el impiadoso paso del tiempo. Existen, incluso, personas encargadas del mantenimiento de esas pequeñas moradas, que asisten regularmente a limpiar. Puede observárselas con una meticulosidad casi burocrática hacer la más común de las devociones para quienes ya no están: visitarlos y cambiar las flores marchitas por algunas más frescas, coloridas. Reemplazan el tributo que deberían rendir los familiares y amigos de quien allí se encuentra, o se lo hacen llegar en calidad de mensajeros. “Dice Fulano que te echa de menos”, tal vez le informan mientras lustran su ataúd, y luego cobran por su trabajo.
Los nichos que pueblan las paredes de la Ciudad de Dios son una parodia de la situación habitacional de las grandes metrópolis. Mientras el Cielo es infinito, la optimización de los espacios es un imperativo en estas latitudes. Se hallan también las opciones más accesibles, como los urnarios que se levantan sobre calle España. Sus dimensiones son minúsculas: “Antes de ubicarlos acá, hacemos una reducción de los huesos”, explica un empleado disculpándose por la expresión, mientras indica el lugar. “Incluso, si tenés plata, podés hacerle una placa con su nombre”, agrega, no sin vergüenza.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)