Caso Ilarraz

Tristeza y valentía de los hijos de Dios

Edición
1024

Luis María Serroels
(Especial para ANÁLISIS)

Larguísimo ha sido el camino que viene recorriendo la causa vinculada con los casos de pedofilia protagonizados por el sacerdote Justo José Ilarraz entre 1985 y 1993 en perjuicio de jóvenes estudiantes del Seminario Menor de Paraná, cuando era Prefecto de Disciplina. Hay muchas cosas por aclarar, dudas que despejar y errores que imputar en una disputa judicial que tuvo en la reticencia de la Curia un escollo difícil de sortear.

Ha sido sobreabundante el tratamiento periodístico a partir de aquella publicación de la revista ANÁLISIS, en setiembre de 2012, dando cuenta de las aberrantes prácticas atribuidas a un sacerdote que gozaba de la plena confianza de las autoridades del clero y que se aprovechó de su función para cometer acciones muy repugnantes. No es fácil de entender tan fuerte contradicción en sus sensibles funciones regulares y menos aún que sus superiores hayan ocultado a la Justicia lo que ninguna institución, de cualquier tipo que fuere, debe cobijar.

La Santa Iglesia, que condena la tremenda gravedad de escandalizar a un niño a partir de las advertencias del enviado de Dios hace 2015 años, porque “el que recibe a este niño en mi nombre, a mí me recibe y el que me reciba a mí recibe a Aquel que me ha enviado”, muy flaco favor le hace a esta sentencia cada vez que ampara delitos sexuales entre sus propias paredes.

No otra cosa fue lo ocurrido en los aledaños de la Ciudad Paisaje en medio de un bucólico marco, donde la quietud de las noches en que los alumnos se entregaban al sueño reparador tras encomendarse a Dios, se veía alterada de la peor manera por obra de un pedófilo serial.
En la vida consagrada ha habido quiebres muy graves de atropello a la integridad sexual, como también en grupos laicos, establecimientos educacionales, clubes deportivos y hasta en las fuerzas armadas, donde se producen episodios que avergüenzan. Estos sucesos se ven muchas veces protegidos con tapujos bien urdidos, bajo la creencia errónea de que así se salva el prestigio de una institución, cuando en realidad la buena fama se sostiene, refuerza y robustece precisamente sancionando y segregando a quien enloda aquello que debería permanecer limpio. Una lógica elemental indica que ese afán correctivo revitaliza el prestigio alcanzado. Cuando las autoridades diseñan un plan de ocultamiento pasan a convertirse en cómplices complacientes del delito ocurrido. Y ese amparo es punible.

(más información en la edición gráfica número 1024 de ANALISIS del 16 de julio de 2015)

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