Hechos y anécdotas de uno de los hombres fuertes del poder militar en Gualeguaychú

Historias de un Valentino

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826

El conocido “mayor Valentino” –tantas veces denunciado por militantes políticos del sur entrerriano– quedó detenido en el mediodía del martes, tras negarse a declarar en el Juzgado Federal de Concepción del Uruguay en la causa en la que se investigan las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. El ahora coronel retirado fue derivado a Campo de Mayo, acompañado de varios de sus amigos que lo secundaron hasta la sede judicial entrerriana, donde dejaron para custodia tribunalicia un total de 20 armas de guerra que disponía el militar en su domicilio en Buenos Aires. ANALISIS trata de reconstruir en esta nota diferentes instancias, que son demostrativas del poder que ejercía en Gualeguaychú, donde residió entre 1974 y noviembre de 1976, es decir, un período de detenciones ilegales, tortura y muerte para innumerables dirigentes.

Zapatita –como le decían al dirigente montonero Néstor Zapata– terminó en la cárcel de Gualeguaychú a pocas horas del desembarco de la dictadura. Conoció la tortura sistemática de parte del mayor Juan Valentino, lo que los militares concretaban en campos cercanos al aeródromo, que eran prestados por particulares. “Aquí hay que hacer como hizo Franco en España. Por esa razón sobrevivió 40 años en el poder”, le dijo una mañana el oficial; el mismo que un día le pegó una cachetada al cura Fortunato por su defensa de los presos. “Usted es un estúpido”, le recriminó Valentino. El 9 de noviembre de 1976 fue nuevamente trasladado a Paraná. El director de la cárcel, suboficial mayor José Anselmo Appelhans, lo recibió con una sonrisa irónica. Lo encapuchó y lo llevó hasta el cuartel de Comunicaciones del Ejército. Junto con él también llevaron como detenida a Oliva Cáceres de Taleb. Zapata se encontró con varios compañeros en los calabozos.

“¡Cantá o te volamos la cabeza!”, le gritó un oficial. Gatillaron en falso en varias oportunidades, como jugando a la clásica ruleta rusa y lo desvanecieron a golpes de puño. Había un sargento ayudante enfermero, de apellido Altamirano, que siempre decía que no tenían nada. “Hay que sacarlos todos los días para la sala de tortura, así se olvidan de las dolencias físicas”, decía.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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