Un adiós para María Inés

La mujer que nunca abandonó la lucha

Edición
886

D. E.

María Inés Cabrol no pasó de largo por la vida. Seguramente siempre será recordada como esa luchadora social que fue; que peleó hasta el final; que nunca se cansó de batallar, golpear puertas o lo que fuera necesario para averiguar sobre el paradero de su hija.

Seguramente nadie podría determinar cuántos miles de kilómetros hizo en estos últimos seis años, tratando de dar con Fernanda. Cada vez que hablaba de su hija se le llenaban los ojos de lágrimas, pero de inmediato se reponía. No quería demostrar debilidad ni flaqueza. Nadie más que ella para convencerse y seguir hacia adelante. Solamente a algunos pocos les solía reconocer eso de “no sé vivir sin Fernanda”.

María Inés tuvo que aprender a vivir con eso del dolor, la ausencia, la falta de respuestas, la ansiedad, la incertidumbre. Cada vez que sonaba el teléfono en su casa corría a atenderlo. Siempre anheló oír del otro lado la voz de su hija. “Capaz que si me llama no la reconozca por lo crecida que debe estar; seguro que hasta cambió la voz”, decía, buscando trasladar imaginariamente, en el tiempo, a su hija, que este año hubiese cumplido ya 19 años. La esperó casi seis años. Trataba de verla en el rostro de las pocas amigas que seguían llegando hasta su humilde casa de San Benito, para tomar unos mates y hacer que los días pasaran con algo menos de soledad y angustia.

“Fernanda era mi vida; era todo para mí”, repetía, aferrándose a esa pequeña nieta que siempre correteaba por la casa. “Ella también la extraña mucho a la Fer”, acotaba, dejando caer alguna lágrima. María Inés fue somatizando día a día ese dolor, sin odios ni rencores, pese a tanta desidia, engaño muchas veces, desde estructuras judiciales, policiales y hasta políticas, en eso de la perversidad del poder, donde se cree que hay respuestas para todo. Ese gran corazón que siempre la caracterizó, propio de los ángeles, de las personas especiales de este mundo, contagiaba amor y esperanza.

María Inés se murió de tristeza. El cáncer quizás fue solo un pretexto. La enfermedad la envolvió y no le dio tregua. No más de 20 días le alcanzaron para llevarse a María Inés. Uno hasta se imagina ese reencuentro con esa niña, en algún lugar del universo. Ese abrazo interminable, esas lágrimas, ese volver a caminar juntas, de la mano, por un sendero que nunca más las separará.

Ya nadie tendrá que inventar nada para esa semana de julio, en que se recordaba un nuevo aniversario del secuestro de Fernanda Aguirre y siempre aparecía alguna pista falsa, para que todos creyéramos que la investigación “sigue a paso firme”. No habrá quienes digan que la pequeña está en aquella provincia o en aquél lugar de Paraguay o Chile. Ya no habrá llamados anónimos, perversos e inconcebibles, dando datos falsos de la joven, que eran como una lanza que atravesaba el alma de esa madre del dolor, a quien los hechos la pasaron por encima; la arrastraron por la vida y la llevaron a los lugares más oscuros de sectores propios de una sociedad enferma.

Ya no habrá que llorar en silencio, en esa habitación siempre lista de la casa, donde se confundían sus primeras pinturas, mezcladas con las muñecas de la niñez, en esa espera eterna.

Ya no más, María Inés. Es hora de descansar en paz.

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