La hoguera de las vanidades

Antonio Tardelli
Los discursos oficiales, los sobreimpresos de la televisión y las leyendas de los palcos hablaron de la felicidad de una celebración abarcativa. Sin embargo, con una actitud teñida de arrogancia, la Presidenta se las ingenió para saltear lo que la ética de la republica le impone como mandato. No fue la única, pero su investidura la conmina a actuar con una responsabilidad superior. Su comportamiento confirma que se siente por encima de tal cosa. Cristina Fernández de Kirchner se muestra convencida de que puede hacer enteramente su voluntad. Asistir a un desfile o no hacerlo. Ir al Colón o no ir. El punto es cómo se asume la representación: si se la acepta como un honor o como un compromiso. Al Colón concurrió el Presidente de la República Oriental del Uruguay, José Mujica, quien además revistió su asistencia de sentido: la cultura no es sólo de las clases acomodadas, explicó. También es o debe ser un patrimonio de los humildes. La jefa de Estado prefirió quedarse en Olivos. Su ausencia grita.
Los hombres de Mayo tuvieron grandeza para deshacerse de los españoles y los de hoy carecen de ella para evocarlo. Con la colaboración del jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, que en sus declaraciones olvida también que ya no puede opinar como empresario sino que debe hacerlo como mandatario, la Presidenta de la Nación protagonizó un bochorno que sólo las pompas de la celebración permiten, con buena voluntad, dejar en segundo plano. La confusión entre obligación pública y humor personal determinó otras omisiones. Eliminado del protocolo oficial, el vicepresidente Julio Cobos, tan votado por el pueblo argentino como la titular del Poder Ejecutivo, no fue invitado a las ceremonias. Volvió a quedar la impresión de que para los Kirchner la historia ha comenzado con ellos: no hubo presidentes que los antecedieran. Ni Isabel Perón, ni Carlos Menem ni Fernando De la Rúa contaron a la hora de las tarjetas. Es verdad que la historia no le reservará a ninguno de ellos un lugar privilegiado en la galería de los prohombres pero adjudicar sitiales es asunto de los tiempos y no de la Dirección de Ceremonial. La jefa de Estado no es la historia, aunque es posible que para la burocracia actual ello no luzca tan claro. El pasado, por más penoso que haya sido, no se altera imponiendo en las fiestas un arbitrario derecho de admisión.
Los festejos, oportunos, en general bien organizados y rodeados de un significativo calor popular, hallaron sus sombras en esos episodios que, aunque aparentemente menores, son impropios del espíritu que inspira a la forma republicana del gobierno. Un aire de vanidad se filtró en las palabras presidenciales, plagadas de autorreferencias. “La verdad es que Dios quiso que yo fuera la presidenta del Bicentenario”, se entusiasmó la jefa de Estado sin reparar en que acaso el altísimo pueda estar ocupado, Él sí, en cuestiones trascendentes. Pero no es jactancia sino ciencia. La única verdad es la realidad y es comprobable la condición presidencial de Fernández de Kirchner, por más que su mandato sea por ella misma englobado en un período más amplio que, según se pudo escuchar también en los discursos de estos días, se inició otro 25 de Mayo, el de 2003, cuando su esposo Néstor accedió al poder. No faltó en el festejo de los 200 años una alusión a los últimos 7, todo dicho, por lo demás, con un tono inusitadamente afectado.
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