Los comienzos de Gabriel Heinze antes de ser el defensor de la Selección

El pibe de la sonrisa permanente

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Pablo Rochi

Gabriel nació con una pelota bajo el brazo, pasión que le inculcó su padre, Jorge, un fanático futbolero que en su época juvenil mostraba condiciones en las canchas de Crespo. Es el menor de cuatro hermanos varones: Gustavo, Hernán y Sebastián. Hoy el pibe más famoso del pueblo dejó impregnados miles de recuerdos, de aquel muchacho al que se lo veía corriendo en el campito de la esquina y que hoy sale con fuerza y prestancia a cortar centros nada más y nada menos que en el Mundial de Sudáfrica.

Desde muy chico junto con sus hermanos y varios amigos se pasaba horas jugando a la pelota en un descampado que quedaba a metros de su casa. Los partidos de su vida, cuentan, eran aquellos en los cuales también participaba su papá, a quien consideró siempre su ídolo. Jorge, familiero y trabajador, lo llevó un día a practicar a Cultural, uno de los clubes más importantes de Crespo. Gabriel tenía 6 años y en realidad no hubo que insistirle demasiado para que comenzara a jugar. De entrada, y sin muchas muecas, se enganchó con sus compañeros y empezó a dar sus primeros pasos de una carrera que más adelante lo llevaría a la fama.

Al ser el más pequeño de la casa Gabriel siempre tuvo algunas consideraciones. Había tanta devoción por este chico que apenas nació lo bautizaron El ángel Gabriel o El sol de la casa, como le decía su papá.
A Gabriel no le gustaba faltar a los entrenamientos y esa responsabilidad mucho tuvo que ver con la participación de su entrenador en Cultural, Humberto Beto Gutiérrez, a quien Sonry siempre ponderó, a tal punto que lo quiere como a un padre postizo.

Titina, la mamá de Gabriel, contó en una charla con ANALISIS que le sorprendía cómo corría su hijo en los partidos. Iba para todos lados, siempre detrás de la pelota. Un día se acercó y le dijo al entrenador: “Beto, enseñale a jugar al fútbol a Gabriel, corre para todos lados. Le falta ser arquero y juega en todas las posiciones…”. Titina enseguida escuchó la respuesta justa por parte de Humberto Gutiérrez: “Al chico no hay que enseñarle nada, hay que dejarlo que se divierta”. Justamente, de esta sana diversión surgió el apodo con el cual hoy se conoce a este enorme futbolista: Sonry.

Según cuenta la historia, se divertía tanto jugando a la pelota que siempre que corría detrás de ella lo hacía con una sonrisa casi tatuada. Fue así que uno de sus entrenadores de cebollita le quiso dar una indicación en pleno partido y le pegó el grito: “Che, Sonrisas, vení para acá”. De ahí en más, y como una característica personal, Gabriel pasó a ser El Sonry.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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