Antes y después del 8M

De libertades, calles y plazas

Edición
1054

Por Cristina Schwab

El 8 de marzo de 2017 llegué a la Plaza de Mayo, una más en la marea de las que respondimos a la convocatoria del Paro Internacional de Mujeres -que en Paraná se expresó con asambleas en lugares de trabajo y afines, de 10 a 12 del mediodía y una concentración y marcha a las cinco de la tarde-, como un eslabón más de una larga cadena de pasos que fui dando.

Cuando tenía ocho años me regalaron un libro de la colección Billiken. Era el primero de una saga, las aventuras de la princesa Elizabeth de Baviera, que después sería “Sissi, la emperatriz”. Con ella descubrí la poesía, el ceremonial y deber-ser feroz que constreñía, como los corsés, los cuerpos y las ideas de las mujeres. Que ser princesa no es garantía de finales felices y que para ser libre hay que poder viajar, moverse. Ser una en otros espacios. En mi compulsión lectora de niña rara, después cayeron otros libros en mis manos: así nos conocimos con Jo March, una periodista del siglo XIX que le dio forma y palabra a un deseo latente: escribir era una posibilidad, una aventura. Y que exige moverse, también. Salir de la zona de confort, diríamos ahora.

Todavía no sabía muchas cosas del mundo, pero algunas sí las tenía claras. Por ejemplo, que si tu compañero de banco en primer grado te pega, es porque gusta de vos. Y si el mundo adulto no hace nada, es porque debe estar bien. Debe ser normal. Entonces tener miedo de ir a la escuela también debe serlo. En simultáneo, aprendés a caminar con miedo a lo que desconocidos puedan decir o hacer. Aguantar y bajar la vista, como la Malena de la película de Tornatore, mientras los hombres dicen lo que quieren, hacen lo que quieren, porque pueden. A veces contarlo, indignada y triste. A veces, la mayoría, no. Porque pasa todos los días, porque les pasa a todas, porque seguro estás exagerando y porque a todas les gusta un piropo. Si a vos no, es que el problema debe ser tuyo, ¿no? Porque sos rara.

A esas alturas ya sabía que muchísimo del mundo no me gustaba pero no tenía cómo expresarlo. Me parecía injusto no poder salir sin remera a la calle, me parecía más injusto aún que mis hermanos y los de mis amigas tuvieran privilegios en cuanto a las tareas, los permisos y, en general, en cuanto a los juicios por su conducta: sentate como una señorita, las chicas no hacen eso, ser muy inteligente te va a jugar en contra, así te vas a quedar soltera.

(Más información en la edición gráfica número 1054 de la revista ANALISIS del jueves 16 de marzo de 2017)

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