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Murió Paul Auster, ciudadano de Brooklyn y escritor de reconocimiento mundial

Imagen de archivo de Paul Auster.

Imagen de archivo de Paul Auster.

Paul Auster, el celebrado escritor estadounidense, falleció anoche en su casa en Brooklyn a los 77 años por las complicaciones de un cáncer de pulmón que le habían diagnosticado hacía poco más de un año. Este mismo abril se publicó en la Argentina su última novela, Baumgartner (Seix Barral), que terminó de escribir durante el tratamiento oncológico sobre el que su pareja, la escritora Siri Hustvedt, solía informar a través de las redes sociales. Fue ella la que, en marzo de 2023, bautizó el territorio que habitaba Auster como “Cancerland”.

Los libros más importantes de Auster son los de ficción, pero su literatura arrastra ecos de las experiencias personales que ayudaron a construir, en contrapunto, su mito de escritor. Un ejemplo de muchos: un día, durante un campamento infantil –según cuenta en El cuaderno rojo-, se levantó una tormenta y un chico murió a su lado como consecuencia de un rayo. La experiencia volvió al futuro novelista sensible a la fragilidad de toda existencia, pero también lo puso en contacto de manera directa con el azar que sería el sello distintivo de sus libros. Fue su compañero, pero bien le podría haber tocado a él. En su novela 4 3 2 1 (2017), que llega al millar de páginas, se cuentan cuatro existencias posibles de un mismo personaje. En una de esas vidas paralelas, el protagonista muere temprano: golpeado por una rama que cae... alcanzada por un rayo.

Las casualidades son uno de los motores de las novelas de Auster. También los misterios arbitrarios de la identidad, los personajes desvalidos que tienden a aislarse, en una fricción con el mundo que los lleva a tomar decisiones absurdas. “La realidad era un yo-yo; el cambio, la única constante”, piensa, recordando a Heráclito, el estudiante Fogg en El palacio de la luna (1989), después de pasar una temporada como homeless en el Central Park neoyorquino, publicó el diario La Nación.

A sus historias no le faltan, además, guiños y alusiones literarias, con una inclinación posmoderna (tenue si se la compara con otros estadounidenses como John Barth o Robert Coover). A todo ese arsenal, Auster le agregó también tomos autobiográficos directos, que colaboraron en producir ese espejismo alcanzado solo por pocos autores: que sus lectores más acérrimos –siguiendo la idea de Oscar Wilde de que la vida imita al arte- vean la realidad a través de su lente, que sea el mundo el que se parezca a sus novelas, y no lo contrario.

Auster nació en Newark, en 1947. Poco después Philip Roth, otro nativo del lugar, empezaría a darle estatura literaria a esa ciudad de Nueva Jersey, al retratar con sus novelas la amplia comunidad judía de clase media que la integraba. Es el medio en que creció Auster, en una familia de raíces polacas. Concurrió a la universidad de Columbia, en Nueva York, donde estudió literatura inglesa, alemana y francesa. Esa formación profundizó su gusto cosmopolita: era un lector amplio, conocedor de los recovecos de más de una tradición. Decidido a convertirse en escritor, cumplió con algunos de los ritos del aspirante literario de los años sesenta. Trabajó una temporada como marino en un petrolero en el Golfo de México. Fue y vino varias veces de París, donde recaló de manera continua entre 1971 y 1974. Algunas obsesiones de esos años de bohemia permearían sus tramas para siempre: la sensación de fracaso y desamparo, el hambre en sentido más literal, la certeza de que todo el proscenio de la realidad pende de un hilo. Intentó estudiar cine y durante un tiempo se dedicó a cuidar por encargo una solitaria casa de campaña, consignó el diario La Nación.

Sus primeras incursiones fueron en el terreno de la poesía. Publicó colecciones de versos concentrados (Wall Writing; Fragments From Cold, los dos más importantes), pero también produjo una gran antología que merece visitarse: The Random House Book Of Twentieth Century French Poetry, un tomo bilingüe de poesía francesa del siglo XX en la que no falta nadie, del precursor Victor Segalen a los por entonces emergentes Jacques Roubaud o Anne-Marie Albiach.

Como escritor, Auster nunca abandonó sus hábitos: escribía a mano y pasaba después el texto en una máquina de escribir (a la que le dedicó un pequeño libro). Nunca renegó de su pasión por el tabaco (fumaba solo cigarritos del tipo holandés), ni dejó de leer poesía, incluso la más actual. Obtuvo diversos premios, entre otros el Príncipe de Asturias en 2006. Visitó la Argentina más de una vez. La primera fue en 2002, en plena crisis, y le gustaba recordar el asombro de viajar en un avión de línea casi vacío para encontrarse con otro asombro: el de una sociedad dedicada al trueque. La Argentina de entonces –contada oralmente por él en alguna entrevista- parecía de pronto, como si de verdad la realidad imitara la ficción, una parte de sus tramas.

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