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El peso de la mochila

(Imagen extraída del sitio Senderos de bienestar)

Por Antonella Ghi

(especial para ANÁLISIS)

Andar de mochila es un símbolo de libertad adquirida. Tu mochila carga lo que crees que necesitas y te libera los brazos y las manos para dar cualquier batalla, ya sea levantando algún caído cercano, abrazar a quien te abraza, acercar a quien no llegue. Tu mochila carga tus miedos, tus inseguridades, tus pañuelitos y algo con agua, tus recuerdos, algún dulce, un libro, tus bienes y tus males también. Salir de pecho a la vida requiere de una disposición casi completa de tu ser ante la inminente aparición de un agente del dolor, de la disputa, del amor. En cualquiera de los casos deberás de tener tus brazos activos, dispuestos, tus manos abiertas, cálidas, tu mochila cerrada, a resguardo.

Uno nunca sabe cuándo es bueno abrirla para seguir llenándola o empezar a alivianarla. Las mochilas suelen tener la capacidad de hacerse lugar siempre para un peso más y de darte el aviso oportuno cuando sepa que tu alma ya no resiste más esa carga. Cuando salías al colegio con tu mochila cargada de obligaciones y expectativas dejabas que alguien más la cargue por vos pero jamás la perdías de vista, en ella los recuerdos del recreo anterior o las apuestas del día siguiente viajaban ansiosos de saber cómo sería el desenlace.

El tamaño de tu mochila está relacionado con la historia que querés contar una vez que hayas llegado, o con el reposo que pueda darle tu espalda. Nadie elige una mochila chiquita cuando sabe de ante mano que el viaje que le van a dar será largo y en constante movimiento. Incluso en los espacios más quietos, en los días más callados, en los ríos más mansos de esos que caen verticalmente y nos alivian o nos ahogan pero caen, no frenan, caen.

Fluir con tu mochila es algo que viene con los años. Viene con esa primera intención tuya de empezar a reducir, reciclar, reutilizar. Este sentimiento roto ya no me servirá de nuevo pero si su enseñanza, su dolor, su experiencia pero todo lo que me aferre a él lo saco, lo extirpo, lo dejo ir. Suelto.

Mí mochila sabe que mis momentos de sanar vienen acompañados de grandes limpiezas, el ropero, la biblioteca, las cajas viejas que sobreviven a cada mudanza o cambio de cuarto y mí mochila, ella no es ajena, ella no zafa.

Aliviar mí mochila es saber que hay espacio ahí para nuevas expresiones, para algunas ampliaciones que requieren de otras reducciones, para sabores y olores que detecto necesarios, para momentos y cremas que son vitales en mí día a día. Respirar, avanzar, sanar. Esos 3 verbos también van en mí mochila no hace mucho pero van, en una pequeña cartuchera que suelo abrir más de una vez por semana.

Avanzar no es pretencioso, con que dé un paso hacia ese lugar de luz, de calor, de amor vuelve a su bolsillo sin chistar. Sanar sabe que hace algunos años descubrí en mí una cajita llena de curitas y polvo con cicatrizante que aprendí a usar en mis heridas, ayudando a otro a reconocerlas, y sabe que sé que las curitas no son para siempre y que no hay polvos mágicos, que todo va siempre acompañado por la voluntad de sanar, la detección temprana del factor dolor y el procedimiento adecuado para esa extirpación. Y la paciencia, bendito post operatorio. En cambio respirar, tan sencillo tan vital, tan complejo, no está ahí por el simple hecho de estar vivos, si es que nos determinamos así,  respirar es una decisión, un acto de amor propio, una acción consciente, un refugio tan íntimo como lo son sus recorridos en cada uno de nosotros cuando le permitimos usar ese pase.

Mí mochila se desgarró algunas veces, aliviarla no fue tan sencillo con algunos sobres lacrados, algunos ladrillos. Necesite ayuda, tiempo y soledad. Tiempo de estar sola y reacomodar todo de vuelta porque hay otras vueltas que dar y yo quiero seguir girando. 

P.d.: A mis hijos mochilas pequeñas con posibilidades de ampliar, siempre, y con los parches de mamá por si alguna vez los necesitan, ojalá que no.

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