
Sobre la idea de "unión nacional" y el cinismo de la política en el país.
Por Antonio Tardelli (*)
Suena escolar la idea de la “unión nacional”. Pueril. Ingenua. Impropia del cinismo que desde hace mucho tiempo ha ganado la disputa política en el país.
Sin cansarse de defraudar expectativas, la dirigencia compite para ver quién y cuándo incumple en mayor medida los objetivos enumerados en el preámbulo de la Constitución.
Para ganar tiempo, la meta de “constituir la unión nacional” debería directamente ser suprimida. No es necesario que la patria se engañe tanto a sí misma.
El coronavirus es un buen ejemplo: carece de nacionalidad y no hay razón para aliarse con él. Únicamente motivos para combatirlo. Es el enemigo ideal para que las fuerzas políticas se pongan de acuerdo en tres o cuatro puntos básicos. Para que adopten una estrategia compartida.
Para eso es mejor, incluso, de lo que sería una guerra de verdad. Para ese objetivo es preferible el virus que una potencia extranjera: alguno de nosotros, en esa hipótesis, podría simpatizar con los yanquis, los británicos, los chilenos o los dinamarqueses. Podríamos enfrentarnos, puertas adentro, en nombre de esa eventual simpatía por el enemigo.
Sin embargo, la cultura política nacional es infranqueable a acuerdos. No la altera ni una pandemia destructiva. Al comienzo pareció que sí. Fue espejismo. Más: la competencia actual es para ver si la enfermedad nos daña más a nosotros o a nuestros adversarios políticos.
Se polemiza por distrito, por heladeras, por respiradores, por vacunas que sobran, por vacunas que faltan, por porcentajes de internación, por las clases presenciales, por la abnegación de los médicos, por una hora más o menos de restricción. En fin, por todo.
Merecemos ser derrotados. Los términos de la polémica enfadan, angustian, cansan. Hacen el resto la enfermedad y la impericia. Se asocian el virus y los inexpertos pilotos de tormenta.
Los actores procuran transmitir buenas noticias en medio del desastre. Intentan cosechar esperanza en tierra yerma. Prometen ventura en medio de novedades que angustian.
En la Argentina uno de cada cuatro emprendimientos no pudo sobrevivir a la pandemia. Debió cerrar sus puertas. Exactamente el 27 por ciento de los emprendimientos corrió esa suerte.
Los más golpeados fueron los gastronómicos. Pero también los rubros arte y entretenimiento. El 64 por ciento de los cierres se produjo entre marzo y abril de 2020, momento en que la economía estuvo prácticamente paralizada por la emergencia sanitaria decretada por el gobierno nacional.
Una encuesta revela las razones de los cierres: las restricciones para funcionar, la falta de clientes y la imposibilidad de enfrentar los costos de alquiler. El 80 por ciento de los consultados aseguró que no había recibido apoyo estatal. Ni ATP ni Repro. La mayoría de las pequeñas empresas no cumplía con los requisitos de selección para acceder a los beneficios.
Otros indicadores plantean la inconsistencia de la recuperación insinuada en algún momento. La economía cayó 2,6 por ciento en febrero. Hasta acá la Argentina no ha alcanzado los niveles productivos previos a la pandemia. Y el país ya venía mal por entonces.
En el primer bimestre del año, el PBI acumuló una contracción interanual del 2,4 por ciento. El PBI cayó el año pasado casi un 10 por ciento. Es el mayor retroceso desde 2002, cuando a la salida de la convertibilidad las barrigas de los niños argentinos pintaba la anatomía del desastre.
La política, mientras tanto, camina hoy por otro sendero.
El tema de las últimas semanas es la exagerada polémica que producto de una manifiesta necesidad de diferenciación se verifica entre la Casa Rosada y el gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La controversia fastidia al punto de que los argumentos de las partes se vuelven odiosos y no por irrelevantes sino porque parecen dejar de ser razones para volverse pretexto. Meras excusas que escenifican la pelea.
Las sensatas declaraciones por el ex mandatario uruguayo Pepe Mujica, quien habló del irracional antagonismo que enfrenta a los argentinos, se metieron, por oportunas, en la agenda nacional. El propio presidente de la Nación, Alberto Fernández, opinó acerca de ellas.
Mujica aludió a la agresividad recíproca de la política argentina y Fernández comentó: “Hay una parte de la Argentina que está llena de odio”.
Por supuesto, no es la parte de él. No en la que él milita.
Nadie se reconoce odiador. Todos se asumen como destinatarios del odio ajeno.
Propia de una clase dirigente que no asume sus culpas, la réplica presidencial es de las que termina de borrar todo vestigio de esperanza. Es de las que hacen pensar que no hay destino común ni posibilidad de arribar a consensos. Es de las que obligan a asumir que la verdadera competencia entre los políticos del presente es por ver quién roba mejor la esperanza del conjunto.
(*) Periodista. Especial para ANÁLISIS.