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Campito, ese hombre íntegro

Jorge Campos, y la cena que se le hizo por su despedida de El Diario, en 1983.

A Jorge Campos se lo va a extrañar por siempre. Campito, como le decíamos aquellos antiguos integrantes de la Redacción de El Diario (de la que partieron la gran mayoría de sus integrantes), llegaba todos los días después de las 13, se sentaba en la misma máquina de escribir -que también ocupaba Carlos Lerena, otro histórico-, escribía su editorial con una sabiduría y rapidez que sorprendía, diagramaba tareas y se iba, para volver luego, a la noche. Lo esperaba siempre, para poder conversar algunos minutos, porque eran momentos en los que uno aprendía. Me pasaba lo mismo con el Guille Alfieri, con Lerena, con Rubén Sarmiento o José Carlos Elinson, cuando nos encontrábamos en la Redacción. Hablar de periodismo con ellos era lo más equivalente a una diplomatura. Se aprendía del oficio pero también de la vida. Eran hombres sabios y buena gente todos, más allá de nimiedades o estupideces propias de la realidad cotidiana. Uno siempre sabía que podía contar con ellos en cada momento de esos inicios nuestros en la práctica periodística y también para ayudar a solucionar los problemas juveniles.

Hubo dos gestos de Jorge Campos que se lo agradecí toda la vida. En febrero de 1981, cuando ingresé al diario de los Etchevehere, mi primer notita fue un episodio en la calle, cerca de las 10 de la mañana. Iba caminando por la zona de San Martín y Uruguay y un camión del Ejército, lleno de militares y soldados en esos tiempos de la dictadura, chocó de atrás a un vehículo donde iba una persona. El hombre se bajó enojado del vehículo y los militares que iban saltaron a la calle con pistolas en sus manos, para intimidar al hombre y a todos los transeúntes que había. A casi todos nos hicieron tirar al suelo, para no mirar lo que pasaba. Fueron 20 minutos de locura e irracionalidad, propio de la época. Llegué nervioso e indignado al diario, con apenas 18 años y lo esperé a Campito para contarle lo sucedido. “Escribila y dámela. Mañana te la publico”, me dijo. Escribí temblando de bronca y se la entregué. Al día siguiente salió en la clásica página 6, que era la más fuerte de las noticias locales. Esa misma mañana llegó un coronel y otro oficial del Ejército para pedir explicaciones y solicitar la identidad del periodista que había escrito eso. Don Jorge Campos se paró al lado de su escritorio, los escuchó y los cortó en seco: “No tenemos nada que explicarles. El periodista estuvo allí y escribió lo que vio. Fue una barbaridad lo que hicieron. Usted debería pedirles explicaciones a sus subordinados”, le dijo sin titubear. “Y ahora disculpe, pero tengo que seguir trabajando. Buenos días”, le acotó y los dejó sin palabras a los visitantes.

Más de un año después, en plena guerra de Malvinas, pasó algo similar. Era soldado de la II Brigada Aérea y había filtrado al diario dos hechos en los que fueron derribados aviones de la unidad militar de Paraná, a manos de la potencia inglesa, con las muertes dolorosas pertinentes. Fueron primicia nacional lo publicado y eso generó gran malestar en la fuerza, porque toda información se manejaba a través del Estado Mayor de la Fuerza Aérea, con sede en Buenos Aires. Otros dos oficiales llegaron a El Diario y fueron directo a hablar con Campos, para preguntarle cómo se había accedido a tal información. Se les volvió a plantar, nunca reveló mi identidad y se tuvieron que ir sin data alguna del viejo matutino. Después, una información interna que hicieron en la Brigada Aérea detectó de qué teléfono interno había salido mi llamado y tras ello me aplicaron varios días de arresto.

Campito era así todo el tiempo. Humilde, frontal, buena persona y con esos códigos honorables, propios quizás de su formación familiar y del deporte, que siempre lo tuvo como protagonista en su adorado Recreativo.

El último día que trabajó en El Diario -después de aceptar el ofrecimiento de Sergio Montiel para ser el fiscal de Estado desde diciembre de 1983, tras muchos años de trabajo y amistad en el estudio jurídico que ocupaban- no quiso saludar a nadie y se fue en absoluto silencio. Prefirió que fuera un día más, como cualquiera. Había estado toda una vida, desde muy joven, trabajando en el matutino. Le dolía la partida, pero no quería ver a nadie preocupado por su alejamiento. Solo sabía que no volvería más a esa Redacción de calle Urquiza. Y así fue.

Don Jorge, descanse en paz y gracias por todo lo que hizo por tanta gente. Lo vamos a extrañar.

(*) Director del Semanario ANÁLISIS.

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