La derrota, huérfana, en vano busca sus padres. La prensa crítica, igual de previsible que los propagandistas oficiales, se enfurece ahora con la dirigencia perdidosa. Lanza sus admoniciones: incompetentes, limitados, incapaces. Acusan a sus referentes de no haber construido la herramienta necesaria para que una mitad del país, la no kirchnerista, desplazara a la otra, la kirchnerista que gobierna. Es inútil enojarse. Esa prensa no es más virtuosa que la dirigencia opositora. Probablemente sea peor. Ciega, exigía la unidad imposible que abriera la puerta a una victoria inconducente. Es todavía el tiempo del kirchnerismo. Es su tiempo aún, contra todo pronóstico que razonablemente pudo formularse tiempo atrás. Por razones múltiples –a veces antagónicas entre sí, a veces endebles, a veces inconcebibles–, el espacio gobernante obtuvo un éxito de dimensiones impensadas. La victoria oficialista –una más en la seguidilla de triunfos gubernamentales– hace verdad aquello de que el poder desgasta fundamentalmente a quien no lo controla.