Un grupo de tres niños persiguen a tres niñas entre los árboles de las plazas de la costanera de Victoria. Cuando están cara a cara, como en un duelo, se arrojan la espuma de los tubos gigantes y coloridos que lleva cada uno. Se cubren los rostros y emprenden nuevas persecuciones. Más allá caminan tres chicos, un poco más grandes, con mochilas en sus espaldas y un fumigador en las manos. Sí, un fumigador. Decenas de niños llevan este artilugio casero: en las mochilas esconden termos de tereré con litros de agua que bombean desde los fumigadores que llevan a modo de escopeta inocente en sus manos: un breve accionar de las manos, un mínimo bombeo, carga el agua que sale disparada con precisión. Por las costanera desfilan carrozas, princesas, batucadas, terrores, mascaritas y señores empujando carritos de supermercado cargados de tubos de espuma de carnaval, porque saben que el carnaval no sólo sucede en lo espectacular sino en las diversiones mínimas de los gurises que no tienen reparos en meterse a jugar entre pasistas y tambores.